Editorial: Cambio estructural o nostalgia estatal
El domingo, Argentina no elige solo representantes: define una dirección. Detrás de cada voto se debate si el país se anima a encarar las transformaciones de fondo que demanda su estancamiento crónico, o si vuelve a la seguridad conocida de un Estado que promete contención, aunque a menudo a costa de su propia sustentabilidad.
Durante décadas, el país ha oscilado entre el impulso reformista y la resistencia a cambiar. Se ha gastado más de lo que se produce, se ha subsidiado más de lo que se genera y se ha administrado con parches donde hacía falta cirugía. Esa inercia no es solo económica: es cultural. Es la nostalgia de un Estado que todo lo abarca, que promete «facilitarte la vida», aun cuando su estructura ya no lo soporta.
La propuesta libertaria —más allá de los modales y las polémicas— apunta a un rediseño integral. Reducir el peso del Estado, liberar fuerzas productivas, simplificar impuestos, revisar el sistema laboral y modernizar la administración pública no son consignas extremas: son pasos lógicos para que un país con talento y recursos vuelva a crecer. Pero esas reformas no se sostienen sin consensos legislativos sólidos ni instituciones que les den previsibilidad.
El otro modelo, el del “Estado presente”, apela a una memoria colectiva de protección social y a una justicia distributiva necesaria en su origen, pero deformada por la práctica. En su versión actual, suele traducirse en redes clientelares, gasto sin control y una política económica que confunde asistencia con desarrollo. El resultado es conocido: inflación persistente, fuga de capital humano y desconfianza.
Sin embargo, el debate no debería plantearse como un choque de dogmas, sino como una discusión adulta sobre eficiencia y equidad. El mundo ha cambiado, y las economías que progresan no son las que subsidian la supervivencia, sino las que crean las condiciones para la productividad. El desafío argentino es combinar orden macroeconómico con políticas sociales inteligentes, no eternamente dependientes.
Este domingo se vota, en definitiva, una hipótesis de país. ¿Queremos un Estado más liviano, moderno y transparente, capaz de acompañar al sector privado sin asfixiarlo? ¿O preferimos mantener el modelo que promete protección pero nos condena a la incertidumbre permanente?
La estabilidad no se decreta: se construye. Y las reformas estructurales —por más impopulares que parezcan— son la base de ese edificio. No hay crecimiento posible sin inversión, ni inversión sin confianza. Y la confianza nace del orden, la previsibilidad y la honestidad administrativa.
Quizá por eso esta elección no sea una más. Es un punto de inflexión entre el país que podríamos ser y el país que seguimos recordando. Y, como toda elección de fondo, no se decide con consignas: se decide con coraje.
Y los sanluiseños… ¿Cómo votarán esta vez?
En San Luis, los votantes jugaron su propio ajedrez en 2023: eligieron a Javier Milei como presidente, pero también a Claudio Poggi, un dirigente que hoy lo respalda con cautela, sin perder su instinto de supervivencia peronista. Porque en la política puntana —como en sus montañas que cambian de tono según la hora— nadie se declara del todo fuera del sistema. Poggi no volverá a los brazos del peronismo de Alberto Rodríguez Saá ni de Cristina Fernández, pero sabe moverse entre las grietas del poder con la destreza de quien entiende que en esta provincia, las lealtades son estaciones, no destinos.













